Bajo tierra, a mitad de camino entre dos luces artificiales. E
l lugar donde se descomponen los cuerpos cuando el alma aún no se ha ido.

martes, 19 de octubre de 2010

Vidas estacionadas.

Los médicos dicen que mi madre no mejora. Que la gente que sufre este tipo de trastorno necesita tiempo. Yo interpreto que no saben qué le ocurre y por eso, me hablan del tiempo y de la gente.  
Mamá lleva dos días sin moverse de la habitación de la clínica recorriendo verbal y exclusivamente las estaciones de la línea 7, desde Pitis hasta Henares. Cada cierto tiempo, al llegar a Las Musas, se detiene; tararea el estribillo de una melodía, pone los ojos en blanco y continúa. Los médicos dicen que ella está estacionada pero yo creo que, de hecho, está mucho peor.                                                          
La gente dice, la gente es, la gente cree, la gente espera, la gente, la gente…como si nosotros no fuéramos gente. Necesitamos tiempo, el tiempo dirá, quizá dentro de un tiempo, el tiempo perdido, viajeros de tiempo, tiempo, tiempo…como si nosotros no fuéramos también tiempo.
Decidida a resolver la inefable situación de mamá, abandono la clínica en busca de una melodía que a esas alturas de la mañana me resulta sospechosamente familiar. Llevo más de diez minutos esperando el Metro en el apeadero de San Blas cuando anuncian que, el próximo convoy, tampoco efectúa parada en Las Musas. Hoy el numen canta a mi madre. Hay un viejo invidente a mi vera que aguarda en solitario con un gesto exagerado con el que, estoy segura, intenta conectarse a el resto de pasajeros. Pero nadie le ve, aunque los ciegos siempre sean otros. Me doy cuenta de que la gente espera con urgencia que el tiempo pase lo más rápido posible, para montarse en el vagón que atravesará el túnel que les conducirá a otra estación, que les depositará en un apeadero donde consolarán sus vidas estacionadas por haber llegado a tiempo al próximo túnel.
Ahora sí, próxima estación, Las Musas. Justo antes subir, escucho al ciego silbar la intimidad de mi madre, su mano sobre mi mano. No me atrevo a dar un paso sin él. Entramos juntos al vagón.
Una vez en el interior repliega el bastón, coloca el sombrero sobre el suelo y pone letra a la nana de mamá: “…Es triste tener que pedir pero más triste es tener que robar…” .
Echo de menos a la cabra y la orquesta.                           
Cuando salgo al exterior, compruebo que los loros que se han escapado del Zoo de Madrid están criando por toda la cuidad. En un tiempo, la gente sentirá el calor de sus defecaciones sobre sus coronillas.
Tú también.                                                             
-Ya no hay estaciones como las de antes -, escucho murmurar al único viajero que ha depositado una moneda sobre la gorrilla del titiritero. El cambio climático.