Bajo tierra, a mitad de camino entre dos luces artificiales. E
l lugar donde se descomponen los cuerpos cuando el alma aún no se ha ido.

lunes, 1 de noviembre de 2010

UNDERGROUND


     La estación Puerta del Sol, fatigada, casi indispuesta.
     Entro jadeando en el interior del vagón; me agarro a una de las barras de metal y me peino. Estoy empapada; me extraño de que nadie a mi alrededor tenga aspecto de haber corrido bajo la lluvia. No es la primera vez que tengo la sensación de que el tiempo en el Metro se detiene; segundos antes corrían, una vez dentro, leen.
   Sonrío ante la posibilidad de que los gases invasores como arma de enajenación masiva tengan algo que ver con ésto. Sonrío pensado que la química hace tiempo que ha llegado a el Metro.
   Se cierran las puertas alejando progresivamente la humedad de mis huesos, de la superficie de mi piel, de mi blusa verde botella.
    Instantes antes, nos hemos mirado.
    Ella viste un traje de alpaca con raya diplomática. Tendrá cuarenta años, tres más yo.
   Su escapada del trabajo no ha debido de pasar desapercibida. Seguro que entra la primera y sale la última, aunque hoy, no vaya a casa con su familia. En realidad, no sabe adónde va. Está en pié, en la esquina de la otra puerta, diagonal a mí. Hacía tiempo que no iba en Metro. En los lugares públicos se siente intimidada por sus deseos más ocultos. No se sujeta a ninguna barandilla de metal. Cuando el motor del primer vagón se pone en marcha, su  mano se aferra al asa de su bolso para mantener el equilibrio.
   Sabe que la estoy mirando.
   El vagón entra en el túnel agudizando la luz artificial, luces de neón como tantas otras.
   Se entretiene en averiguar cuál es el periódico gratuito más leído, al mismo tiempo que se maravilla de la rapidez con la que ha proliferado este tipo de prensa. Su estadística es interrumpida por la evidencia de mis zapatos, mis piernas y mis caderas.
   Siente que la miro.
   Un joven se levanta de su asiento para cedérselo a la mujer embarazada, en pie, a mi lado. Por un momento, todos los ocupantes se ocupan de observar este hecho. Hay un clima de solidaridad en el ambiente.
   Me mira, la miro.
   Apenas entramos en el túnel, el vagón se detiene.
   Tiene calor. Desearía quitarse la chaqueta, no lo hace por pudor. Está nerviosa. Se reprocha no haber ido paseando pese a la lluvia; se niega el calor que comienza a humedecerle la nuca y el bajo de su espalda.
   Segunndos antes de volver a poner la máquina en marcha, ya ha decidido que se apeará en la próxima estación. Esta posibilidad le relaja apenas un segundo, el tiempo que tarda en preguntarse si yo también me bajaré, el tiempo que le lleva a darse cuenta de sus propias demandas.
   Percibo su incomodidad. Apoya su trasero sobre la puerta corredera, la puerta por la que se sale y se entra. Su temperatura vuelve a equilibrarse y esto no le gusta, se siente como la lagartija a la que le cortan el rabo. Todos tenemos un yo valiente.
   Masco chicle. Antes de esconder de nuevo su mirada, el vagón vuelve a ponerse en marcha. No es bueno que la mujer esté sola, pienso, cuando ella me vuelve la cara.
   Su expresión ha cambiado tanto que, instintivamente, me abrocho un botón de la camisa. Ella observa este hecho sin quitarme la mirada de encima. Una mirada triunfante seguida de una sonrisa condescendiente hacia quien, por un momento, deseó rozar a escondidas de sí misma.
   El Metro efectúa parada en Ópera. Gomas de banana y coconut. Antes de salir, con mucha prisa, vuelve a colocarse la máscara de sonrisa impertérrita, agarra el bolso y sale, asegurándose de que no se le volverá a caer, al menos, en lo que queda de día.
   La pareja de peruanos que ha entrado en este vagón, arranca su repertorio en el ala sur con una guitarra y dos voces:“…Esta mañana me he levantando, oh bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao, esta mañana, me he levantado y he descubierto mi fusil..
   Me sonrío. El Metro alcanza su máxima velocidad. Sonrío ante los trazos que forman el cuadro de mi vida. Sonrío al placer, en cualquiera de sus versiones.
   Tras ella, escondida entre el nuevo gentío del andén, acompañando sus miedos, ecos no tan lejanos de la canción más underground: “..Oh guerrillero, quiero ir contigo, oh bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao, oh guerrillero, quiero ir contigo, a la guerrilla a combatir…”.

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